sábado, 2 de febrero de 2013

CONFERENCIA MAGISTRAL del Mtro. Jorge Luis Ortiz Rivera

La muerte en el pensamiento Filosófico Medieval.
Mtro. Jorge Luis Ortiz Rivera

Quiero comenzar, por más que parezca un lugar común, con agradecer la oportunidad que me brinda esta Casa de Estudios que me vio nacer al mundo filosófico para poder expresarme en cuanto a este tema. ¿Quién diría hace 22 años que aquél medroso estudiante de primer semestre terminaría impartiendo una Lectio Magistral, precisamente en los espacios en que se formó? Lo que ahora les quiero compartir es producto de los estudios y reflexiones que me han llevado a enamorarme de esa época tan vilipendiada y, la mayor de las veces, poco conocida que es el Medioevo. Para aquellos de ustedes que están comenzando este semestre con sus estudios medievales, una invitación. Sea esta charla un pretexto para decirles que desde las horas invertidas en el estudio de la materia de Pensamiento Filosófico Medieval, o Historia de la Filosofía Medieval, puede uno llegar a poner, en su justo lugar, los prejuicios con los que es atacada esta parte de la historia del pensamiento filosófico.
A modo de introducción, quisiera resumir estos prejuicios, siguiendo en este punto la línea presentada por EtienneGilson en su conocido libro sobre el tema. Él no hace sino recopilar las manifestaciones de aquel prurito antimedieval con el que los estudiantes de educación media son bombardeados acríticamente. Según él, el primer argumento detractor en contra de la Edad Media es el hecho de que los problemas tratados durante esta época son Nugivenduli, es decir, discusiones bizantinas, pseudoproblemas que ocupan el tiempo del pensamiento del hombre medieval, sin ninguna utilidad para ellos y, menos, para nosotros hombres del mundo contemporáneo. Entendamos la fuerza que tiene el término “discusiones bizantinas”.
Como todos ustedes saben, los turcos conquistan Constantinopla el 29 de mayo de 1453. Durante esa época, las escuelas constantinopolitanas de raíces cristianas griegas, se preocupaban por dilucidar el sexo de los ángeles. Seguramente esta estrafalaria manera de practicar la habilidad dialéctica de los alumnos y maestros de aquella región, hubiera pasado inadvertida para el resto de la historia, si no fuera porque, incluso en medio del sitio de Constantinopla, los filósofos de aquellos días continuaron haciendo sus inútiles reflexiones, en vez de procurarse una forma de defenderse en contra de los invasores.
Pues bien, en medio de ese momento de crisis, podríamos decir hasta vital, hablar del sexo de los ángeles resulta francamente baladí.Es por ello por lo que la expresión “discusión bizantina” se utiliza hoy para ridiculizar las discusiones intrascendentes y ociosas de las personas que no tienen en cuenta los problemas reales y acuciantes.
Alain de Libera, en su obra Pensar en la edad media, ha seleccionado una breve y curiosa lista sobre supuestos "problemas" medievales en los que el profano no podría sentir más que "estupor y hastío", por ejemplo:
1.       ¿El sudor del cuero cabelludo huele más que el de otras partes del cuerpo?
2.       ¿Puede saber Dios más cosas que las que sabe?
3.       ¿Los imbéciles son todavía más bestias con la luna llena?
4.       ¿Tenía cicatrices el cuerpo del Cristo resucitado?
5.       ¿Las orejas caídas son símbolo de nobleza?
6.       ¿La paloma en la que apareció el Espíritu Santo era un verdadero animal?
7.       ¿Es verdad que se tienen los ojos vueltos hacia arriba cuando uno se acuesta con una mujer, pero se vuelven hacia abajo cuando se muere?
Como verá mi amable auditorio, estos problemas no pasan de ser juegos dialécticos que pueden tener o no base en la realidad, pero que en el fondo ninguna aportación hacen al conocimiento filosófico.
El segundo argumento detractor en contra de la Edad Media es un criterio filológico, puesto que  los humanistas de la incipiente modernidad consideraban como uno de los valores supremos la pureza del latín y la riqueza de la literatura clásica. En este sentido, los siglos que separan la Edad Antigua de la moderna suponen una especie de barbarie y olvido de la bella literatura. Petrarca fue el primero que introdujo el término de “barbarie” medieval: sumusenim non greaci, non barbari, sed italiani et latini. Sobre este particular no cabe ahondar mucho en nuestros días, ya que hasta la diferencia entre idioma y dialecto ha desaparecido, por tener ésta una connotación peyorativa de sumisión de una cultura sobre otra. Si fuera válido este argumento, ¿dónde quedarían las grandes obras literarias, por ejemplo, de las culturas sumerias, mesopotámica, egipcia, hebrea, etcétera?
Tercer argumento. La Edad Media está sometida al poder tiránico de los papas. Argumento surgido, claramente, en el siglo XVI en el seno del incipiente protestantismo. Recuérdese que éste nace en el marco del humanismo renacentista, mismo que significaba un momento de liberación. Cito: “Los medievales anteponen al Papa a Cristo, Aristóteles a la Sagrada Escritura”. Lo que no logran vislumbrar estos pensadores protestantes es que su misma crítica cae en un, y me gusta mucho esta expresión por lo gráfica que es, dogmático antidogmatismo. Les invito a repasar los primeros principios de la lógica y verán cómo aquello que atenta contra el principio de no contradicción es epistemológicamente incognoscible y ontológicamente inexistente. Con lo que este argumento queda también descartado.
El que la propuesta de la Edad Media sea contraria a la razón humana es un argumento, el cuarto, moderno. Los pensadores de la modernidad, motivados por el anticlericalismo, presentan la Edad Media como sumida en medio de sectarismos y conformada por una sociedad marcada por la barbarie, la superstición, la tiranía y la obscuridad, en contraposición de civilización, razón, libertad y luz. Según Voltaire, la historia de esa época sólo debe estudiarse para despreciarla. Por su parte, Diderot sostiene que la filosofía medieval es una de las mayores plagas de la humanidad.
En quinto lugar se sostiene que la Edad Media es una noche mil años que únicamente se encuentra alumbrada por la hoguera de la inquisición, atemorizada por el fantasma del milenarismo, entregada a la superstición, aplastada por el despotismo, sucia y nauseabunda. Lo cual no es cierto del todo. Debemos recordar que, por ejemplo, la inquisición no es un fenómeno específicamente medieval. Fundada, cierto, en 1184 por Lucio III mediante la bula ad abolendam, no alcanza fuerza política hasta entrada la edad moderna, con la inquisición española. Segundo, aunque es verdad que el milenarismo estuvo presente en la Edad Media, eso no implica que fue producto del pensar propio de la época… Piensen en la paranoia que causaron las pseudoprofecías mayas en los años pasados. Quienes sostienen el resto de las características indeseables de la Edad Media, se olvidan de que ellas se encuentran presentes en todas las épocas.
Mucho más significativo es el argumento sexto. Sostiene que la metafísica medieval se olvida del ser. Espero resumir este argumento de manera concisa y clara, en honor de aquellos de ustedes que no han llevado aún la materia de Ontología, ni la de Historia de la Filosofía Contemporánea:
En la Introducción a Qué es la Metafísica, obra escrita por Heidegger en 1949, el filósofo confiesa que su propósito es “preparar la superación de la Metafísica”. Ésta, debido al "olvido del ser" que ha sufrido a lo largo de la historia. La Metafísica ha pensado sólo al ente, sin llegar a aquello que hace que el ente sea, al ser, que se supone constituye su objeto material y formal de estudio. Todo esto ha provocado que el siglo XX haya devenido en el nihilismo y en la tecnocracia.
La Metafísica piensa al ente en cuanto ente. Pero al ente sólo se lo comprende a la luz del ser (el ente es "algo que es"). Y la Metafísica no centra su atención en ese fundamento, dejando de ese modo en la penumbra al fundamento último de la Metafísica. Este "olvido del ser" (olvido de la diferencia entre ser y ente) se encuentra, según Heidegger, en toda la historia de la Metafísica. "En la historia del pensamiento occidental y, sin duda, desde sus mismos inicios, el ente ha sido pensado respecto del ser, pero la verdad del ser ha permanecido impensada”.
Ahora bien, siendo el medioevo aquella época caracterizada por ser teocéntrica, y definiendo a Dios, en términos acuñados durante la escolástica como primumessesubsistens, no es de extrañar que se entienda como un periodo que estudia al Ser, sinónimo filosófico de Dios, sobre el interés de las creaturas, sinónimo teológico de ente. Esto convertiría, según Heidegger, a la metafísica medieval en una ontoteología.
Finalmente, el séptimo argumento detractor es usurpado desde la doctrina tomista. Para los contrincantes de la Edad Media, la filosofía se vuelve en ancillaTheologiae. Aunque Dios puede ser objeto de la Filosofía, ésta debe conservar su propio método. Los problemas teológicos no son problemas filosóficos.La Filosofía, en el mejor de los casos, debe ver en la Teología una norma negativa.
En conclusión, los escolásticos, es decir los medievales, eran unos bárbaros incultos y soberbios, pagados de sus títulos académicos.
La oportunidad de desmentir en algo estos argumentos, principalmente en aquello que vale la pena desmentir, nos lo presenta el tema de la muerte y el tratamiento que del  mismo se hizo durante ese periodo que va desde la caída del imperio romano hasta la caída de Constantinopla.
Cabe preguntarse en este momento, si el tema de la muerte que hoy reflexionamos, en realidad entra de lleno en la categoría de “discusión bizantina”, de “noche de mil años”, de “olvido del ser”, de “sumisión papista”. Es éste, la muerte, un campo de reflexión común en la época medieval. Ello lo manifiesta la obra Danzas de la muerte que fue publicado en el siglo XIV. Es verdad, este siglo marca el inicio de lo que conocemos como la decadencia del Medioevo; sin embargo, precisamente por eso mismo, es tan significativo. En este texto estético se encuentra condensada la mentalidad macabra que dominaba en aquella época.
La tesis que apuesta Danzas de la muerte es sencilla. La muerte invita a bailar con ella a los personajes principales de la época y, mientras lo hace, los invita a reflexionar sobre lo que ha sido de su vida, porque al finalizar la pieza de baile, todos los que hayan danzado con la muerte deberán morir. Cada uno, el papa, el obispo, el párroco, el rey, el sacristán, etcétera, deben reconocer que la vida se les ha ido en buscar satisfactores a sus pasiones predominantes, pero no en prepararse para el único momento que tenemos seguro: La muerte. Ojalá ustedes investiguen y lean directamente el texto original, del cual no puedo seguir extendiéndome. Cuando lo hagan, comprenderán mejor lo que atrevo apuntar como una primera conclusión. La Edad Media no debe entenderse como un momento de ociosidad intelectual, gastado en inútiles discusiones que supondrían un acto de pleitesía ante el poder papal. El centro del pensar filosófico es otro. Ése que le preocupaba a Heidegger: el ser. Por lo que los invito a pensar ahora en términos medievales de lo que la muerte nos dice del ser.
Muerte y ser en el pensamiento medieval.
Quiero comenzar con un poco del pensamiento Agustiniano. Para el filósofo de Hipona, el mal debe ser considerado como concepto privativo. Ahí está la clave para entender el fenómeno de la muerte. Según la tradición de la escuela Agustiniana medieval, un concepto puede ser positivo, si enuncia algo que existe; por ejemplo, manzana; negativo, si se refiere a la carencia de algo, por ejemplo, oscuridad. Ahora bien, un tipo específico de concepto negativo es el que se le denomina como privativo y que se refiere a la carencia de algo que se debería tener, según las exigencias de la naturaleza; pero, que de hecho, no se posee. Por ejemplo, la ceguera en el hombre. Todo hombre debería tener visión, pero de hecho la ceguera se presenta como ausencia de visión, en aquellos que deberían tenerla. Por eso es que no llamamos ciega a una piedra o a una planta; porque, aunque carezcan de visión, no deberían tenerla.
Si, como hemos anunciado, el mal es un concepto privativo, ello querrá decir que malo es la carencia de algo que debería tener algún ente. Pero como la pregunta filosófica inicial no es ¿Qué es malo para tal creatura?, lo cual constituiría meramente un pregunta casuística, sino, ¿qué es lo que constituye a lo malo como malo? La respuesta debe indicar aquello que se presenta como privativo para cualquier creatura. Ahí se encuentra el problema filosófico fundamental: encontrar lo que formalmente determina que algo, no importando para qué o para quién, produce que se le llame malo en todos los casos posibles.
La respuesta que encuentra la línea agustiniana es que todo tiene como primero y mayor bien el existir… en el caso de los seres animados, el vivir. Por lo que puede llamarse malo a aquello que nos priva de existencia o de la existencia plena a la cual hemos sido orientados por aquél Ser que no puede no existir y que, por lo tanto, es suprema bondad, puesto que, por la definición que hemos dado, carece del todo mal, Dios. La muerte, en este sentido, se presenta como el mayor de los males, de donde adquiriría explicación racional el dogma teológico de la resurrección de la carne. Si el máximo bien es existir y el producto del pecado es la muerte, la redención debe ir encaminada a salvar de la muerte y a dotar de una vida eterna que parecía perdida. De este modo, el reinado del mal habrá sido aniquilado.
Vean, en el párrafo anterior, como la imbricación entre filosofía y teología se da de manera natural cuando se reflexiona en los momentos más importantes de la existencia humana y, por lo tanto, no constituye un óbice para que las reflexiones filosóficas sean consideradas como tales con pleno derecho, aunque intenten responder a problemas teológicos. Dice Frederick Copleston que la utilización de categorías filosóficas a problemas teológicos es ya filosofía. Y, a despecho de Heidegger, en este caso en particular, un problema tan cotidiano como es el de la muerte, permite descubrir cómo sí se hace diferencia entre lo que él llamaría lo óntico y lo ontológico, mucho antes, incluso, de la aparición Nietzsche, filósofo con el que comienza, el nihilismo.De esta forma, la acusación de que la metafísica medieval se olvida del ser queda acallada
Y ya que andamos en esas, inténtese comprender,sin recurrir a la filosofía, el mismo dogma enunciado: la vida eterna ganada por la resurrección de Cristo. La mera enunciación del dogma supone la compresión de ciertos conceptos filosóficos y, además, hacerlo a profundidad. ¿Qué es vida? ¿Qué es eternidad? Conceptos que surgen así mismo de esa inquebrantable vocación que tiene el ser humano hacia la nada y que le hace teorizar por medio de la ciencia en boga en cada momento histórico, de la filosofía, de la teología y del arte sobre la realidad ineluctable de la muerte. Eduardo Nicol ha sostenido que estos discursos constituyen las verdades paralelas presentes en cada periodo histórico. La edad media no fue la excepción.
¿Qué es la eternidad de la cuál deriva, según san Agustín, el máximo bien de toda creatura? Boecio diría que es Interminabilis vitae tota simul et perfecta possessio.[1] Es decir, la perfecta y simultánea posesión de toda una vida interminable. En este sentido, puede diferenciarse del concepto de infinito. Lo infinito no tiene fin, ni límites, pero no es necesariamente eterno. La eternidad supone la vida. No se trata de existir meramente como ente, sino de hacerlo como ser vivo y poseer todos los momentos de esa vida como presente en un solo instante y a cada instante. De tal manera que la serie de los números naturales puede ser infinita, pero no eterna; porque siempre está como por llegar el siguiente elemento de la serie. En lo eterno esto no sucede. Todo es presente.
Pero san Agustín acá se enfrenta, en el libro de las confesiones, al problema de la multiplicidad de la nada. Más sencillo, al problema de multiplicar cero por X número. El resultado, como ustedes saben, siempre será cero. Pero si eso es así, cómo entender la existencia de cualquier cosa. Más lento. El pasado ya no existe, es nada ahora… El futuro aún no existe, por lo tanto, hasta ahora sigue siendo nada. En este marco de nada se vive el presente, el cual, en palabras del San Agustín, en cuanto se piensa, deja de ser presente y por lo tanto de existir.
Si se dan cuenta, la existencia de las cosas se vislumbra así como una fugaz existencia que se apaga a cada instante. Pero la suma de esos instantes que se vuelven nada, componen la historia de cada una de esas creaturas.
Ahora bien. Si el universo entero creatural existe en este continuo volverse nada, ¿Por qué no ha desaparecido? El planteamiento filosófico es mucho más obscuro, pero la intuición de ello es palpable a todos nosotros: Si cada instante que vivo me acerca a la muerte, ¿por qué no he muerto aún? Dice el poeta, que el hombre es un ser desgraciado, porque el llanto de la cuna anuncia ya el llanto de la muerte. La alegría de vivir un día más debe, si se repara bien en ello, convertirse en angustia al concientizar que me queda un día menos de vida. ¿Por qué, pues, celebras tu cumpleaños? Si lo que, de hecho ha pasado, es que te queda un año menos de vida.
La reflexión sobre una experiencia así, no puede, y perdónenme los detractores de la Edad Media, no puede, repito, ser una “discusión bizantina”. En todo caso, como en su momento llegara a decir Juan DunsScoto, cuando hablaba a cerca de las pruebas de la existencia de Dios, que sobre ella, no podríamos tener, sino persuasiones posibles. Aplíquese lo mismo en cuanto al fenómeno de la muerte. En todo caso, en ambos problemas, las soluciones que se intenten serán sólo siempre persuasiones probables, porque en ninguno de los casos, se podrá comprobar, constatar y transmitir la realidad y acierto de lo que se hipotiza.
En este marco teórico se integra la primera reflexión seria sobre el Cristianismo y sus dogmas que realiza san Agustín. El dogma de la resurrección de la carne supone más preguntas que respuestas y todas ellas van más allá de lo obvio. Todas apuntan a la necesidad de permanencia en el ser. Estas preocupaciones duran al menos ochocientos años. San Buenaventura que muere en 1274 recorre el mismo camino. Pero dotado con un andamiaje lexicográfico más rico que el del santo de Hipona, logra plantear el núcleo medular de su metafísica en el problema de la “fuga del no ser”. Reparen ustedes en el paralelismo que existe entre el tiempo presente fugaz que plantea San Agustín, y la “fuga del no ser” que es propuesta por San Buenaventura. Al principio de la tradición agustiniana y al final de la misma, la reflexión sobre la aniquilación de la existencia está presente. Ochocientos años la metafísica medieval ha estado replanteando, componiendo, ensayando respuestas al problema principal de cualquier ente: cómo permanecer en el ser; o términos de san Buenaventura, cómo hui del ser, y en términos profanos, cómo no morir en el intento de vivir.
Pero el problema de la muerte va más allá.
Víctor Infantes, en su libro Las danzas de la muerte. Génesis y desarrollo de un género merdieval posee un extraordinario capítulo en el que sintetiza las principales aportaciones de la Escolástica al fenómeno de la muerte en términos filosóficos.[2] A su parecer, Santo Tomás de Aquino trae el tema de la muerte al nivel ontológico más profundo, como si lo que ha dicho San Agustín hubiera sido versión para niños.
El filósofo de Aquino logra ubicar el problema de la muerte en su problemática filosófica del ser natural de la muerte y el problema humano de la muerte. Es decir, entre el hecho de que la muerte es un fenómeno de la naturaleza de los seres vivos, el último acto de ser es morir y, por otro lado, la vivencia humana que se tiene ante este fenómeno. Al intentar unificar los dos niveles de reflexión, Santo Tomás de Aquino se enfrenta de lleno a otro tipo de realidad, la escatológica. He aquí un punto importante que merece ser resaltado.
De la misma manera que sucedió con san Agustín, Santo Tomás, al reflexionar sobre la muerte se ve conducido a introducirse en el reino de la teología. Fe y razón son los dos hitos principales que dan sentido y coherencia al pensamiento medieval.
Existe un problema importante a tratar en el problema de la muerte del hombre. El de la composición de alma y cuerpo. Desde san Agustín se había establecido que el alma humana es de naturaleza espiritual, es decir que no se comporta como sólo un añadido que se hipostatiza en el ser humano. Constituye, en términos de la psicología humanista de Carl Rogers, el Núcleo de Identidad Personal. Pero la Edad Media está muy lejos de esta terminología contemporánea. Por ello debe recurrir al bagaje de la filosofía para poder delinear esta realidad. Desde esta perspectiva, el problema debe ser planteado por la pregunta: ¿qué le pasa al alma después de la muerte, si ella misma es inmortal?
Primero. ¿Es, en verdad, el alma humana inmortal? La respuesta entre ambas tradiciones es que sí. La escuela agustiniana sostendrá que ello se debe, primero, al hecho de que es capaz de captar las verdades eternas. Si lo contenido es eterno, el receptáculo debe también serlo: quiquidrecipitur ad modumrecipientemrecipitur, reza el adagio filosófico medieval. Por otra parte, el alma es el principio de la vida. Pero un principio no puede admitir contrario dentro de él. Por lo que, es imposible pensar que dentro del alma haya algo que pueda admitir muerte. Por lo tanto, el alma no puede morir.
Por una vía diferente, Santo Tomás de Aquino llega a una conclusión idéntica. Con respecto al hombre, el cuerpo es la materia y el alma humana, su forma. Pero las formas no admiten destrucción, puesto que son puras formas, y el principio de la descomposición es la materia. Al carecer de materia, todo lo que sea  forma pura es, por lo tanto, indestructible. Luego entonces, el alma humana será inmortal.
Nótese cómo esto cae de perlas al problema de la muerte. Hemos dicho antes que el problema de la muerte en la Edad Media busca solucionar la inmanencia de nuestra pérdida en la nada. Con esta conclusión tomista, el hombre se ha asegurado la inmortalidad, al menos de su Núcleo de Identidad Personal. Pero ello, era lo único que se necesitaba. Porque a partir de esta premisa, “el alma humana es inmortal”, se garantizará que también su cuerpo lo sea, a pesar de ser material. En efecto, como una forma, siguiendo el pensamiento metafísico tomista, no puede existir sin su respectiva materia, de modo tal que siempre se conserve la conformación hilemórfica del universo, entonces la muerte no puede ser un estado permanente.
Algo debe pasar durante el periodo llamado muerte que permita al alma permanecer en la existencia sin su materia. La respuesta es que el primunessesubsistens, Dios, al ser causa primera de las cosas, puede actuar o producir los efectos de una causa segunda. De modo tal que, mientras el cuerpo está descompuesto en la tumba, Dios sostiene al alma ejerciendo efectos de materia, sin ser materia. Pero como es de suponerse, esta situación sólo puede ser provisional. En algún momento, la forma debe reintegrarse a su materia original. El camino a la resurrección de la carne está ya abierto y con ello, la angustia ante ese desaparecer en el reino de la nada es borrada por completo.
Y es que, la justicia divina, que forma parte de la esencia misma de Dios, no puede permitir que el mal quede sin castigo y el bien realizado sin premio. El ser humano, durante su vida mortal ha pecado o ha obrado bien como una unidad substancial de cuerpo y alma. La justicia, pues, implica que si se ha pecado con el cuerpo, éste también reciba su castigo y si se ha hecho el bien con ayuda del cuerpo, éste reciba también el premio, por lo que la Resurrección de la Carne se convierte, ya no solamente en un dogma teológico, sino en una exigencia ontológica.
De esta manera, la muerte ha dado origen a la reflexión y confirmación sobre la vida eterna y así, la fuga hacia el no ser ala que se veía impelida la existencia humana es evitada. Pero un nuevo problema filosófico se cierne sobre el pensar medieval. Si los humanos no morirán más, en cierta manera serán eternos y, entonces, ¿qué lo diferenciaría del creador? Nuevamente el tema de la eternidad se hace presente y con ella un problema filosófico a responder.
De entrada, en sentido estricto no sería eterno, puesto que la vida que posee, no la posee a un mismo tiempo toda completa y además, existen límites en esta eternidad de las creaturas.
Por un lado, se debe reconocer que existen tres tipos de eternidad: La eternidad, la evieternidad y la sempierternidad. La primera de ellas, la eternidad simple es la propia de los seres humanos, considerando que cada hombre ha sido creado en el tiempo y partir de ese momento no tiene más fin. La evieternidad, por su parte, es propia de los ángeles, porque, aunque es verdad que no han tenido inicio en el tiempo, sino antes de él, puesto que el tiempo sólo existe como media de cambio y el cambio se da sólo entre las cosas materiales, sí hubo un momento de la creación de cada ángel, momento lógicamente entendible, pero dado fuera de tiempo medible. Una vez existentes, nunca dejarán de existir por, como se ha dicho, ser puras formas. Finalmente, la sempieternidad, exclusiva de Dios, indica que él no ha tenido comienzo ni tendrá fin. Además su existencia es un continuo presente.
A estas alturas mi amable auditorio estará más que cansado por intentar seguir los altos vuelos metafísicos al que los he conducido. Baste recordar que lo que intentábamos demostrar es que el pensamiento de la Edad Media fuera un conjunto de reflexiones inútiles. Quizá la humanidad podría haber existido siempre, sin nunca haber conocido estas reflexiones. Sin embargo, acuérdese que el motivo principal de ellas ha sido, quizá inconscientemente, buscar un sentido al problema fundamental de mi existencia: ¿qué va a ser de mí? Y esto es filosofar, con todas las de ley.
Aún queda algo por mencionar. Si ya se ha garantizado que la muerte no triunfa sobre la vida del hombre, porque éste, bueno o malo, existirá para siempre, entonces aqueda un problema por diludicidar ¿En dónde existirán? La respuesta es sencilla mientras estamos hablando de ese interregno que se da desde la muerte de una persona y la re-incarnación de su alma en el día de la resurrección de la carne. Puesto que el alma es inmaterial, el premio y el castigo eterno se reciben en un lugar que no es espacial y que los entendidos han llegado a llamar estado. Al fin de cuenta, sólo los cuerpos ocupan un lugar en el espacio, no las almas. Por eso la discusión de cuántos ángeles caben en la cabeza de un alfiler bailando, es inconsútil.
El problema viene una vez que el deseo del ser humana ha llegado a encontrar sentido a la muerte en el hecho de la resurrección, porque en ella, cada uno de los seres humanos se reintegra a su propio cuerpo, sacado del polvo de la tierra o, en su defecto, de los detritos de un hambriento tiburón que los haya devorado siglos antes. Las almas retomarán y se reintegrarán a su cuerpo y, ahora sí, comenzará el problema de hacinamientos de alma corporizadas…. El lugar del premio y del castigo deberá satifacer la exigencia de los cuerpo y por lo tanto, dejan de ser un estado para convertirse en un lugar físico real.
Pero aún no ha sido todo. Esta reflexión escatológica se ha visto desde el inicio del cristianismo oficial contaminada con la visión escatológica de la filosofía griega y, por ello, se hace necesario el lugar de la última oportunidad: el purgatorio. Los biblistasy teólogos dogmáticos podrán hacer malabares para identificar el infierno, el purgatorio y el cielo expresados en pasajes bíblicos de difícil interpretación. Y eso hicieron en la Edad Media, sin percatarse que estos espacios post mortem son heredados de la mitología y cosmovisión griega. Pero eso no obsta para reconocer que lograron adentrarse e introyectarse profundamente en la mente del pueblo medieval, tan vulnerable ante la muerte provocada por los cuatro jinetes del Apocalipsis.
La muerte era un hecho constante y real en la Edad Media, El pensamiento medieval, por lo tanto es naturalmente proclive a lo macabro
Ahora bien, si la metafísica no es nuestro fuerte, existe en la edad media una corriente importante de pensamiento que es la mística. Los pensadores pertenecientes a esta corriente aseguran que, después de un largo proceso ascético de preparación, algunos hombres y mujeres  han logrado vislumbrar el más allá y conseguir, por ello, la certeza de cómo son las cosas allí. Es la experiencia de, por ejemplo, San Bernardo de Claraveaux, Santa Hildelgarda y el MaistreEckart. Pero el camino recorrido por ellos suele ser muy peligroso. Y es que, suponiendo la verdad de la experiencia mística, lo que el hombre llega a conocer de su muerte y de lo que sucede más allá sobrepasa tanto a la razón y categorías humanas que nunca llegan a decir lo que “vieron” y quedan siempre como equilibrándose entre la herejía aparente de sus comentarios y la más pura ortodoxia cristiana llevada a sus últimas consecuencias.
Así, por ejemplo, las afirmaciones de Eckart le valieron ser condenado mucho tiempo al silencio de las aulas, porque pareciera apuntar que la vida del hombre debe ser explicada por la vida de Dios que le es compartida, provocándose así una doctrina con tintes panteístas. En efecto, si en el fondo, todo hombre comparte la vida de Dios, entonces es imposible que desaparezca del todo, porque Dios garantizará su propia existencia en la existencia de las creaturas… Sí, lo sé, son conceptos de difícil comprensión. Y el tema de la muerte no es para menos.
Por ello, retomemos el  inicio. La gente de a pie, esa que nunca asistió a las clases de las escuelas palatinas, catedralicias o conventuales, esa gente que no podría sostener un quodlibeto en alguna de las universidades medievales y que, sin embargo, experimentaba también el fenómeno de la muerte, encontró en el arte macabro su válvula de escape. Es interesante señalar que la vida de la Edad Media no es, ni con mucho, ajena a los placeres y dolores de la vida de cualquier ser humano de cualquier época en cualquier cultura. No es verdad que vivieran una religiosidad permanente y tampoco es verdad que la pureza de la fe se mantuviera en el grueso de la población medieval.
En la vida diaria, el dogma se vio siempre modificado por concepciones heterodoxas, heréticas, blasfemas. En medio de procesos sincréticos, las manifestaciones religiosas siguieron su expansión, dando como resultado híbridos culturales. La mayoría de ustedes ha seguido esta semana de reflexión interdisciplinaria sobre la muerte, así que comprenderán de lo que estoy hablando. Las principales manifestaciones del arte macabro medieval tenían por objeto hacer llevadero el trance de la muerte.
La diferencia entre este género artístico y, por ejemplo, las calaveras poéticas del día de muertos en México, radica más en la forma que en el fondo. La calavera poética mexicana satiriza, ridiculiza, se burla de la muerte para hacerla amable. Por su parte, el arte macabro medievalconcientiza, humaniza, acerca a los vivos la crudeza de la muerte tal cual,con el fin de hacerla comprensible. ¿Y qué es lo que enseña este arte? Que en algo estamos hermanados todos los seres humanos: que todos estamos llamados a morir y que en la muerte todos somos iguales. El lugar de encuentro común de toda la humanidad es la muerte. No importa si se es el papa, el obispo, el sacristán, el rey, el cantinero, la prostituta de la aldea, el carpintero. No importa, tampoco, cuánto se ha estudiado, ni los títulos que se posean, ni la carencia de ellos. Existe un común denominador, al igual que el nacimiento, la muerte, que cierra el ciclo, se vive necesariamente solo.
Este es el principio macabro por excelencia: No importa que hayas hecho, la muerte se vive a solas. Quizá, y sólo estoy aventurando una reflexión, ello es el motivo principal por el que toda respuesta sobre la muerte queda chica con respecto a las expectativas del que la formuló. La teoría de la buena muerte tendría acá su origen. La compañía de los santos, la Virgen, Jesús, los ángeles es necesaria explicación y consuelo para el hombre medieval que ha descubierto el misterio de la muerte: Te morirás solo. Por eso, la buena muerte, es decir la muerte personal acompañada con la presencia de un ser numinoso, celestial, sólo es premio para aquellos que han sabido ser fieles en la vida, esperando reencontrarse con su origen prístino.
Sin embargo, sólo es un anhelo. Muy pocos han podido decir que han gozado de este celestial consuelo. Las biografías de los santos de la época, insisten en que todos ellos vieron un ser supramundano en la hora de la muerte y que éste les acompañó. Lo más seguro, mis amigos, que ello no pase de ser recurso literario, como la proliferación de sueños que anunciaron su nacimiento, o campanas que se tocan solas, o santas que vuelan por los aires, o santos que no toman pecho los viernes de cuaresma mientras son bebés para cumplir con una vida de penitencia desde infantes…
Mil años de reflexiones de un problema vital… Mil años de hombres que nacieron y murieron… Mil años que han servido a la humanidad para sentar sus bases… Mil años que no pueden significar un bache en la historia de la humanidad en el que simplemente no se hubiera hecho algo… La Edad Media es historia, política, filosofía, teología, arte humano imposible comprenderlo todo de golpe a riesgo de indigestarse.
La muerte es pues, en conclusión, un buen tema para adentrase en esta época. Quizá lo único que me resta decir, es desearles una vida larga y feliz y una buena muerte en la certeza que nos da la filosofía medieval, que nuestra existencia se encamina, por naturaleza, hacia la fuga del no ser. La oración medieval que continúa es símbolo de estos deseos de aquellos hombres:
Jesús, José y María, os doy el corazón y el alma mía.
Jesús, José y María, asistidme en mi última agonía.
Jesús, José y María, expire en paz con vosotros el alma mía.



[1]De cons. phil. v, 6: PL 63, 858
[2] Víctor Infantes, Las danzas de la muerte. Género y desarrollo de un género medieval, Salamanca, Ediciones de la Universidad de Salamanca, 1997. Pp. 50 y ss